
Acaba de cumplirse un año desde que la pandemia por coronavirus se instaló en nuestras vidas y desde entonces no somos los mismos. Hemos tenido que aprender muchas cosas a marchas forzadas y para todos ha sido la primera vez de muchas cosas. Si algo nos ha enseñado esta crisis sanitaria mundial es que solos podemos hacer cosas pero si lo hacemos acompañados nuestro poder se multiplica por mil. Necesitamos a otros y los demás también nos necesitan.
Pensemos en nuestro ciclo vital. Nacemos indefensos, pequeños seres que necesitamos un cuidado y atención constantes para sobrevivir. A medida que vamos creciendo ganamos en independencia y poco a poco nos convertimos en seres autónomos que podemos hacer la mayoría de las cosas por nosotros mismos, para llegar a la última etapa de la vida, en la que de nuevo necesitamos más la ayuda de otros.
Pero a lo largo de nuestra existencia, no siempre podemos hacer todo lo que queremos solos porque no siempre tenemos las herramientas y los recursos necesarios para hacerlo; por tanto pedir ayuda se convierte en una opción más que práctica; una alternativa que nos ahorrará mucha energía y tiempo; es puro sentido común. Entonces ¿por qué nos cuesta tanto pedir ayuda?
Quizá porque nos cuesta reconocer que dejar de hacer algo por nosotros mismos supone que no somos válidos, somos inútiles y pensamos que nos muestra débiles e incapaces ante los demás. Pensamientos, ideas y planteamiento que en algún momento hemos aprendido y que residen en el inconsciente. Así que agotamos todas las posibilidades, nos sobreesforzamos al máximo sin resultados antes de pedir esa ayuda que, en el fondo, sabemos que necesitamos.
Para afrontar el hecho de pedir ayuda de forma natural es fundamental nuestro pensamiento crítico, que es quien nos ayuda a analizar y valorar que en esta ocasión no tenemos los recursos suficientes para hacer frente a esta situación. Solo desde este plano consciente, nos alejamos de nuestros egos y nos despojamos de todas esas creencias heredadas, de todos los los prejuicios aprendidos y de hacer juicios propios y ajenos, elucubrando sobre qué pensarán de nosotros.
No pedir ayuda por miedo a parecer débiles o incapaces solo nos coloca en el lugar equivocado, ya que en el acto de pedir ayuda hay mucho de valentía, de confianza y, sobre todo de honestidad con uno mismo. Un acto que no tiene nada que ver con la autoexigencia ni con la superación personal, como nos han hecho creer. Un acto generoso que se aleja del orgullo mal entendido, esa arma de doble filo que nos hace tanto daño, a veces.
Es importante saber que la ayuda es un concepto bidireccional, que va en dos direcciones y que unas veces nos ayudan y otras somos nosotros los que ayudamos. Si nos sentimos reforzados, reconfortados y útiles cuando ayudamos a otros ¿porque no pensar a que a los demás les pasa lo mismo?
Deja una respuesta